EFECTOS BILOGICOS RADIACIONES IONIZANTES

Poco después de que se inventara el tubo de rayos X, es decir, desde las primeras experiencias con las radiaciones, las personas que trabajaban en ellas observaron lesiones en la piel de las manos.

Varios científicos se irradiaron la piel a propósito para obtener más datos, y averiguaron que una fuerte exposición podía causar enrojecimiento o quemaduras varias semanas después del contacto. Se constató que una exposición muy fuerte podía incluso provocar heridas abiertas (úlceras en la piel) y caída temporal de cabello. Asimismo vieron que un tejido expuesto y curado inicialmente podía desarrollar cáncer años después.

Desde entonces, el conocimiento de los efectos biológicos de la radiación se ha desarrollado en paralelo al de sus aplicaciones, tratando de encontrar el justo equilibrio entre ventajas e inconvenientes.
Muchas incógnitas iniciales están resueltas, pero otras siguen investigándose ya que la interacción con la materia viva se rige por mecanismos complejos en los que intervienen otros muchos factores.

Se ha establecido que, por lo que respecta a la salud humana, los tipos más importantes de radiaciones son las ionizantes.

Si una radiación ionizante penetra en un tejido vivo, los iones producidos pueden afectar a los procesos biológicos normales. Por consiguiente, el contacto con cualquiera de los tipos habituales de radiación ionizante (alfa, beta, gamma, rayos X y neutrones) puede tener repercusiones sobre la salud. Se sabe, también, que los efectos de cada tipo de radiación ionizante son distintos. Por ejemplo, un rayo gamma sólo provoca lesiones en puntos concretos, de forma que el tejido puede soportarlo razonablemente bien e incluso puede reparar las lesiones causadas. Por el contrario, una partícula alfa, pesada y relativamente grande, provoca grandes daños en un área pequeña y es más perjudicial para el tejido vivo.

La relación entre radiación y cáncer sigue siendo un asunto muy debatido. La investigación sobre los mecanismos que pueden explicar una relación causa-efecto entre una y otro, ha establecido la necesidad de considerar, por un lado, la cantidad y la calidad de la dosis recibida, y por otro lado, el tipo de tejido afectado junto a su capacidad de recuperación.
Es evidente que las dosis elevadas, tal vez superiores a los 3.000 mSv, pueden considerarse como inductoras inevitables de un proceso cancerígeno, ya que estadísticamente se darían todas las circunstancias consideradas como necesarias en la relación causa-efecto. No obstante, este nivel elevado de dosis de radiación queda reservado para aquellas personas afectadas físicamente por un accidente grave en una instalación nuclear o en una guerra.

En el extremo opuesto se encuentran las llamadas bajas dosis, que sí pueden ser recibidas de forma habitual por determinados colectivos de personas. El debate sobre sus efectos dista mucho de estar resuelto, ya que la investigación no ha podido establecer los mecanismos, ni los límites de dosis a partir de los cuales se desencadenan, dado el elevado número de factores que intervienen en el desarrollo de un proceso cancerígeno.
Una de las realidades consideradas en este debate es que la frecuencia del cáncer no es más elevada en áreas donde la radiación de fondo es muy superior a la media. En esta línea, algunos investigadores apoyan la teoría de la hómesis para explicar, incluso, que en las poblaciones que viven en regiones de montaña, a grandes alturas y con niveles de radiación elevados, se dan menos casos de cáncer, al generar una especie de autodefensa, como en la homeopatía. Esto puede ser estadísticamente correcto, pero la conclusión no es necesariamente acertada, ya que, como se ha indicado, el cáncer tiene muchas causas.